La norma del fuera de juego no se hizo para que millones de personas, entre ellos unos cuantos supuestos expertos en el campo, se pongan a tirar líneas sobre una pantalla y a averiguar si una parte del cuerpo del ser humano está unos milímetros más adelantada que la parte del cuerpo de otro ser humano. Se trataba de dinamizar el juego, de fomentar el espectáculo, de priorizar las ocasiones de gol; los desmarques, las defensas, las tácticas: todo gira en torno a cómo romper al equipo rival con el balón. Es obvio cuando hay fuera de juego, y si no es obvio, si el defensa y el atacante están en posiciones casi idénticas cuando el balón sale en su dirección, no debería de haber fuera de juego: si son 10 centímetros, si son cinco, da igual, no es una ventaja decisiva para el delantero. El fuera de juego, al contrario que los penaltis, no se puede fingir. Sin embargo, ¿qué ha ocurrido? Que la norma hecha para fomentar el juego, agilizarlo, lo para durante cinco minutos y nos tiene hablando de ella durante toda la semana. Hemos consultados a matemáticos.
Es un ejemplo. En este fútbol moderno y estropeado las reglas para salvarlo lo hunden un poco más. Era imposible que un partido con VAR fuese a tener peores decisiones que uno con él, pero se ha conseguido, del mismo modo que se ha conseguido que ese VAR rearbitre sólo lo que le interese de tal modo que ahora un penalti puede dejar de pitarse dos veces: no lo pita el que está en el campo y el que está mirándolo a cámara lenta en las cámaras decide si es revisable o no. Antes las cosas se pitaban si eran ilegales; el VAR ahora directamente nos dice qué es legal y qué no, o peor: nos hurta ese debate, como lo hurta tantas veces la productora de los partidos. Antes te enfadabas y te consolabas, el que se consolaba, porque había que arbitrar al segundo y habría que vernos a nosotros en el campo: o lo veías o no lo veías; ahora no hay consuelo, incluso la tecnología nos ha venido a decir que quizá los árbitros no sean sólo malos sin querer, sino queriendo.
El desastre es absoluto y ha encontrado en la Liga española un vivero porque esta competición, la mejor del mundo hace años, ya sólo consigue salir fuera de nuestras fronteras cuando un árbitro, como este sábado, pita el final del partido durante un centro al área. No hay otro modo de que se hable de La Liga si no es por sus grandes estrellas, que son los escándalos arbitrales desde el caso Negreira (“circulen: pretendíamos contrarrestar el tradicional favoritismo del Madrid: desciéndalos a ellos”) sin consecuencias hasta hoy. Ni los Clásicos, aquellos atendidos por millones de aficionados hace quince años, son escaparate de nada.
Claro que era “fucking goal”, como le dijo Bellingham al árbitro del Valencia-Real Madrid (roja para el inglés), pero qué más da: da igual. Esta competición le importa cada vez a menos gente, y lo dice un aficionado del equipo que seguramente la vaya a ganar este año. Pero ni me emociona especialmente que lo haga ni me importó que el año pasado la ganase el Barcelona. Tampoco vi el Valencia-Madrid (en directo). Se ha perdido algo esencial, más allá de la confianza: el espíritu del juego, la conciencia de que el juego está por encima de todo y por tanto no se para de repente en medio de una jugada que tú mismo dejaste empezar pero no acabar, como si esa metáfora, la de “jueguen, jueguen, pero no se acerquen mucho a la portería” resumiese el aturdimiento envenenado de una competición en decadencia.
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